RECOMIENDO… “TODO LO QUE TENGO LO LLEVO CONMIGO” DE HERTA MÜLLER.
Cuando ganó el premio Nobel de literatura fue cuando oí por primera vez el nombre de Herta Müller. En España apenas tenía unos pocos libros publicados antes del premio. Compré uno de ellos “El hombre es un gran faisán en el mundo”, y como me gustó busqué otro más “En tierras bajas”. Son libros sobrios, de frases cortantes, brevísimas, de una concisión afilada, pero a su vez enormemente poéticos. Este último, que recomiendo, lo puso en mis manos una amiga hace pocos meses y desde entonces no consigo librarme de la fuerza de sus imágenes, de sus sorprendentes metáforas, de cómo se puede hacer poesía del hambre y de la miseria, de lo más sórdido, del cemento y del carbón, de la prisión, de la muerte y del frío.
“Todo lo que tengo lo llevo conmigo” es la primera frase de un libro que relata los cinco años que pasó su compatriota, el poeta rumano de origen alemán, Oskar Pastior (1927-2006) en un campo de trabajo ruso. Se reunían con regularidad desde el año 2001 para lo que iba a ser un proyecto literario común. Iban recogiendo sus recuerdos en cuadernos y ya tenían algunos capítulos esbozados cuando Oskar murió repentinamente en el 2006 y, tras un año de duelo, se decide a escribir ella sola este libro.
En el verano de 1944 Rumania estaba bajo las órdenes del dictador fascista Antonescu, aliado del nazismo. Cuando en 1945 el Ejército Rojo entra en Rumania, ésta capitula y el dictador es ejecutado. Stalin deporta a todos los rumanos de origen alemán, hombres y mujeres de entre 17 y 45 años, para que contribuyan a la reconstrucción de la Unión Soviética realizando trabajos forzosos en campos de trabajo rusos. Su origen alemán los hace “culpables” de los crímenes nazis, ellos purgan el pasado fascista de su país.
La madre de Herta Müller fue una de ellos, pasó allí cinco años, y la niña que era la autora entonces supo pronto que éste era un tema tabú, que sorprendía en conversaciones furtivas entre los miembros de la familia y allegados de mucha confianza y que sólo se hablaba de él de forma velada y con miedo. Oskar Pastior fue otro de ellos.
A sus diecisiete años, Leopold Aubert, alter ego del poeta, ya llevaba varios de guerra y restricciones en su pequeño pueblo, pero la propia vitalidad de la adolescencia lo hacía estar en otras cosas, en esas citas clandestinas que frecuentaba con otros hombres y que le descubrieron que algo prohibido, vergonzoso y hermoso le había ocurrido. El ansia de independencia y de libertad le hizo mirar con impaciencia más que con miedo esa noticia de deportación forzosa. El quería salir del pueblo, esa partida hacia algo incierto le parecía que llegaba en el momento adecuado. Luego viene el tren con sus vagones para el ganado, los doce o catorce días con sus incontables horas de viaje. Aquí empiezan el hambre, y la sed, y el frío, y la suciedad, y el hacinamiento, y la enfermedad que luego se prolongarían interminable-mente año tras año en los campos de trabajo.
A diferencia de una condena a prisión en la que uno sabe cuantos años le esperan de penar, los deportados sólo saben que son deportados. Su condición es la del esclavo, que carece de todo derecho y que, por lo que él sabe, puede ser así para el resto de su vida. Los cinco años que el lector sabe que va a durar el confinamiento, los desconoce el propio confinado que los vive como una cadena perpetua cuando no como una pena de muerte.
Desde que lo leí en cada luna llena veo un vaso de leche fría, cada vez que corto pan recuerdo su pan (600 gramos diarios para quienes desempeñaban trabajos ligeros, 800 gramos la ración normal, la de 1kg la recibían pocos, los que hacían los trabajos más duros). Cuando recojo las migas que han caído sobre la mesa lo veo a él comiéndolas una a una con el dedo desde la mesa durante el resto de su vida. Su hambre es continuo y habla de él continuamente. Esas púas de erizo en el estómago de las que nos habla en otro de sus libros. “El ángel del hambre decía: la saliva alarga la sopa, y acostarse pronto acorta el hambre”. Las mondas de patata que rebusca en la basura, la sopa de col que les daban por la noche, el esfuerzo para no contar las cucharadas. El armuelle es la hierba silvestre de la que hacían sopa los pocos meses en que era comestible. Los 10 rublos que milagrosamente encuentra en el suelo en una de sus salidas al pueblo para pedir comida de casa en casa son fuente del llanto tremendo tras vomitar su desacostumbrado estómago lo ingerido gracias a ellos. De su cielo llovían clavos de hielo, sus camastros estaban llenos de chinches y sus ropas y pelo de piojos. Los muertos dejan de contarse y de llorarse: son fuente de provisiones para los vivos. Su trabajo descargando carbón, con “la pala del corazón”, se convierte en una especie de paso de baile con la mente en blanco. Todo el cuerpo se sincroniza y repite sin error posible la operación de moverse, de palear mecánicamente, sin consciencia. Este vacío mental ayuda a Leo a sobrevivir y a atravesar días de un trabajo insoportable. Los vigilantes, los agresores, apenas aparecen, lo que les confiere casi una categoría de castigo divino.
Esa realidad marcó de por vida una existencia. Un modo concreto de nombrar cada objeto, sujeto, sentimiento y pensamiento que el campo albergó o generó. Comprender el campo es también ver qué pasa cuando se sale. Leo sale y vuelve con su familia. La pala del corazón no puede pararse. El vacío que hizo de su propia persona para poder sobrevivir sigue ahí, y todo el mundo se lo ve. No sabe, por ejemplo, comportarse en la mesa. Cuánto tiempo hay que masticar, cuándo hay que tragar. No sabe comer con un tempo normal, ni hablar, ni estar con gente. Todos lo notan. Con el tiempo eso se irá atenuando, pero el campo vivirá dentro de él para siempre. Es el territorio interior por el que caminará el resto de su vida.
Herta Müller ha construido un libro soberbio, inteligente, sutilmente emotivo y absolutamente hermoso. Una prosa llena de símbolos. Lenguaje en estado puro. Cada frase de la novela bien podría ser un verso y a pesar de las atrocidades que nos plantea es un texto de una hermosura inconmensurable e inquietante. Una verdadera obra maestra. MR.
Cuando ganó el premio Nobel de literatura fue cuando oí por primera vez el nombre de Herta Müller. En España apenas tenía unos pocos libros publicados antes del premio. Compré uno de ellos “El hombre es un gran faisán en el mundo”, y como me gustó busqué otro más “En tierras bajas”. Son libros sobrios, de frases cortantes, brevísimas, de una concisión afilada, pero a su vez enormemente poéticos. Este último, que recomiendo, lo puso en mis manos una amiga hace pocos meses y desde entonces no consigo librarme de la fuerza de sus imágenes, de sus sorprendentes metáforas, de cómo se puede hacer poesía del hambre y de la miseria, de lo más sórdido, del cemento y del carbón, de la prisión, de la muerte y del frío.
“Todo lo que tengo lo llevo conmigo” es la primera frase de un libro que relata los cinco años que pasó su compatriota, el poeta rumano de origen alemán, Oskar Pastior (1927-2006) en un campo de trabajo ruso. Se reunían con regularidad desde el año 2001 para lo que iba a ser un proyecto literario común. Iban recogiendo sus recuerdos en cuadernos y ya tenían algunos capítulos esbozados cuando Oskar murió repentinamente en el 2006 y, tras un año de duelo, se decide a escribir ella sola este libro.
En el verano de 1944 Rumania estaba bajo las órdenes del dictador fascista Antonescu, aliado del nazismo. Cuando en 1945 el Ejército Rojo entra en Rumania, ésta capitula y el dictador es ejecutado. Stalin deporta a todos los rumanos de origen alemán, hombres y mujeres de entre 17 y 45 años, para que contribuyan a la reconstrucción de la Unión Soviética realizando trabajos forzosos en campos de trabajo rusos. Su origen alemán los hace “culpables” de los crímenes nazis, ellos purgan el pasado fascista de su país.
La madre de Herta Müller fue una de ellos, pasó allí cinco años, y la niña que era la autora entonces supo pronto que éste era un tema tabú, que sorprendía en conversaciones furtivas entre los miembros de la familia y allegados de mucha confianza y que sólo se hablaba de él de forma velada y con miedo. Oskar Pastior fue otro de ellos.
A sus diecisiete años, Leopold Aubert, alter ego del poeta, ya llevaba varios de guerra y restricciones en su pequeño pueblo, pero la propia vitalidad de la adolescencia lo hacía estar en otras cosas, en esas citas clandestinas que frecuentaba con otros hombres y que le descubrieron que algo prohibido, vergonzoso y hermoso le había ocurrido. El ansia de independencia y de libertad le hizo mirar con impaciencia más que con miedo esa noticia de deportación forzosa. El quería salir del pueblo, esa partida hacia algo incierto le parecía que llegaba en el momento adecuado. Luego viene el tren con sus vagones para el ganado, los doce o catorce días con sus incontables horas de viaje. Aquí empiezan el hambre, y la sed, y el frío, y la suciedad, y el hacinamiento, y la enfermedad que luego se prolongarían interminable-mente año tras año en los campos de trabajo.
A diferencia de una condena a prisión en la que uno sabe cuantos años le esperan de penar, los deportados sólo saben que son deportados. Su condición es la del esclavo, que carece de todo derecho y que, por lo que él sabe, puede ser así para el resto de su vida. Los cinco años que el lector sabe que va a durar el confinamiento, los desconoce el propio confinado que los vive como una cadena perpetua cuando no como una pena de muerte.
Desde que lo leí en cada luna llena veo un vaso de leche fría, cada vez que corto pan recuerdo su pan (600 gramos diarios para quienes desempeñaban trabajos ligeros, 800 gramos la ración normal, la de 1kg la recibían pocos, los que hacían los trabajos más duros). Cuando recojo las migas que han caído sobre la mesa lo veo a él comiéndolas una a una con el dedo desde la mesa durante el resto de su vida. Su hambre es continuo y habla de él continuamente. Esas púas de erizo en el estómago de las que nos habla en otro de sus libros. “El ángel del hambre decía: la saliva alarga la sopa, y acostarse pronto acorta el hambre”. Las mondas de patata que rebusca en la basura, la sopa de col que les daban por la noche, el esfuerzo para no contar las cucharadas. El armuelle es la hierba silvestre de la que hacían sopa los pocos meses en que era comestible. Los 10 rublos que milagrosamente encuentra en el suelo en una de sus salidas al pueblo para pedir comida de casa en casa son fuente del llanto tremendo tras vomitar su desacostumbrado estómago lo ingerido gracias a ellos. De su cielo llovían clavos de hielo, sus camastros estaban llenos de chinches y sus ropas y pelo de piojos. Los muertos dejan de contarse y de llorarse: son fuente de provisiones para los vivos. Su trabajo descargando carbón, con “la pala del corazón”, se convierte en una especie de paso de baile con la mente en blanco. Todo el cuerpo se sincroniza y repite sin error posible la operación de moverse, de palear mecánicamente, sin consciencia. Este vacío mental ayuda a Leo a sobrevivir y a atravesar días de un trabajo insoportable. Los vigilantes, los agresores, apenas aparecen, lo que les confiere casi una categoría de castigo divino.
Esa realidad marcó de por vida una existencia. Un modo concreto de nombrar cada objeto, sujeto, sentimiento y pensamiento que el campo albergó o generó. Comprender el campo es también ver qué pasa cuando se sale. Leo sale y vuelve con su familia. La pala del corazón no puede pararse. El vacío que hizo de su propia persona para poder sobrevivir sigue ahí, y todo el mundo se lo ve. No sabe, por ejemplo, comportarse en la mesa. Cuánto tiempo hay que masticar, cuándo hay que tragar. No sabe comer con un tempo normal, ni hablar, ni estar con gente. Todos lo notan. Con el tiempo eso se irá atenuando, pero el campo vivirá dentro de él para siempre. Es el territorio interior por el que caminará el resto de su vida.
Herta Müller ha construido un libro soberbio, inteligente, sutilmente emotivo y absolutamente hermoso. Una prosa llena de símbolos. Lenguaje en estado puro. Cada frase de la novela bien podría ser un verso y a pesar de las atrocidades que nos plantea es un texto de una hermosura inconmensurable e inquietante. Una verdadera obra maestra. MR.
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